La guerra contra las drogas se aceleró bajo el presidente Ronald Reagan. Reagan fue el primer presidente que centralizó sus esfuerzos sistemáticamente en atacar toda la cadena de drogas, desde los productores, a los distribuidores, hasta los usuarios.
Las estrategias de reducción del daño que se habían utilizado antes fueron reemplazadas por otras de disuasión y también se empezó a atacar el problema de las drogas desde la fuente, a saber, en los países productores como Colombia. En su primer año de gobierno, el presupuesto de drogas asignado a la aplicación de la ley aumentó un 20%, mientras que el de tratamiento disminuyó un 25%. En 1981, el Congreso aprobó la Ley de Autorización del Departamento de Defensa, dando aprobación para la participación de los militares en la interdicción de drogas. El presupuesto del Pentágono para combatir las drogas saltó de $1 millón a $196 millones en cinco años. Alrededor del 70% del presupuesto se dedicó a atacar el comercio de las drogas en los países de origen a través de la interdicción y la erradicación, mientras que el 30% se utilizó para la educación, la prevención y el tratamiento en los Estados Unidos. En 1982, durante un discurso sobre su énfasis en la lucha contra las drogas, un tema emblemático de la postura agresiva de Reagan, declaró que «estamos bajando la bandera de la rendición… [e] izando la bandera de batalla.» La primera dama Nancy Reagan se hizo famosa por su campaña «Just Say No» (“Simplemente di que no”), cuyo fin era convencer a los adolescentes estadounidenses de no experimentar con drogas y que contaba con programas de educación para la resistencia a las drogas (DARE, por sus siglas en inglés) que se introdujeron en todas las escuelas del país.
Reagan complementó la retórica y los recursos financieros con una serie de leyes que aumentaron las penas mínimas obligatorias por delitos relacionados con drogas, permitiendo la confiscación de bienes sin condena previa y la pena de muerte federal para los capos de la droga. Se trata de la Ley de Control Integral de la Delincuencia de 1984, la Ley contra el Abuso de las Drogas de 1986, la Ley de Enmienda de la Ley Antidrogas de 1988 y la Ley sobre Lugares de Trabajo Libres de Drogas de 1988. En particular, la Ley de 1986 imponía una pena mínima de cinco años sin libertad condicional por posesión de 5 gramos de crack y 500 gramos de cocaína en polvo, lo que mostraba una disparidad de 100:1 entre las penas para ambas drogas, lo cual parecía afectar injustamente a las minorías urbanas que participaban más en la venta y el consumo de crack. La Ley de 1988 aplicaba sentencias mínimas obligatorias, incluso por primera infracción de posesión, pero sólo para la cocaína crack. Finalmente, la Ley Nacional de Liderazgo Antinarcóticos de 1988 estableció la Oficina de Política Nacional de Control de las Drogas (ONDCP, por sus siglas en inglés) y se nombró un director que respondería directamente al presidente y que sería el responsable de formular políticas para controlar la demanda y la oferta de las drogas.
En 1988, la ONU siguió este ejemplo, estableciendo el último de sus tres principales tratados sobre drogas. La Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas proporcionó a la JIFE una mayor fuerza legal para poder hacer cumplir sus dos tratados anteriores, con especial atención a la venta y posesión de drogas, para combatir los cárteles de la droga. También proporcionó una base legal para la extradición entre los países donde no existían tales marcos bilaterales. Mientras que los dos tratados anteriores de la ONU se centraban en los productores y traficantes (es decir, en América Latina), la Convención de 1988 obligó a los países consumidores (es decir, los Estados Unidos) a hacer cumplir la reducción de la demanda.