A medida que finalizaba la Guerra de Vietnam y los Estados Unidos trataba de limitar el suministro de heroína proveniente de Turquía, principalmente, el uso de la droga disminuyó y se limitó a las zonas urbanas pobres durante el resto de los años setenta, ochenta y la mayor parte de los noventa. Todo esto cambiaría a principios de los años 2000 a raíz de las altas dosis recetadas de opiáceos, haciendo que la heroína se diseminara más allá de los barrios pobres negros hacia áreas rurales y suburbanas blancas, incluso en las zonas pobres, de clase media y de mayores ingresos.
Al principio, comparando dosis con dosis, la heroína y las drogas como el Oxycontin se vendían por precios similares. Pero a medida que el gobierno estadounidense empezó a refrenar las actitudes laxas sobre el uso de los opiáceos por parte de las compañías farmacéuticas y de los médicos, los opiáceos se volvieron costosos, difíciles de obtener y de pulverizar para aspirarlos o licuarlos para inyectarlos. Esta porción de la población estadounidense adicta a los opiáceos se volcó hacia una heroína más barata y fácilmente disponible, cortesía de los cárteles mexicanos de la droga. Grandes cárteles como el de Sinaloa distribuirían a ciudades importantes como Chicago y Nueva York, mientras que la discreta diáspora de los jóvenes “Jalisco Boys” de Nayarit, México, fue en gran parte responsable de inundar las áreas suburbanas y rurales en las regiones de las montañas Apalaches, del Medio Oeste, del Sur y del Suroeste de los Estados Unidos.
El uso de la heroína se ha duplicado en los últimos diez años. Sin embargo, causa preocupación la exactitud de las cifras más diseminadas. La Encuesta Nacional de Uso de Drogas y Salud (NSDUH, por sus siglas en inglés) de 2010 cita sólo 60,000 usuarios diarios y casi diarios, pero un modelo más completo utilizado por RAND (basado en los modelos de proyección ADAM) habla sobre un millón de usuarios diarios. Hoy, la mayoría de los usuarios comenzaron su adicción a la heroína con el uso de opiáceos; a saber, el 75% de los adictos a la heroína utilizaban pastillas antes, en comparación con el 75% que comenzó usando heroína directamente en 1960.
Datos recientes también muestran que los adictos a los analgésicos tienen ocho veces más probabilidades de haber consumido heroína en el último año, mientras que los que consumieron heroína en el último año fueron cinco veces más propensos a usar pastillas de venta bajo receta. Los adictos a los opiáceos tienen 40 veces más probabilidad de volverse adictos a la heroína. Sin embargo, para los usuarios de heroína, la forma pura sigue siendo su droga de elección: el 98% prefiere el efecto de la heroína sobre los opiáceos y el 94% dice que la heroína es más barata y fácil de obtener. Dada esta evidencia, es difícil ver cómo cualquier régimen normativo que hiciera que una droga como la heroína -o la metanfetamina o la cocaína- sea más pura, más barata y más disponible, no impulsaría significativamente el uso, como defienden los promotores de la legalización.
La heroína en los Estados Unidos ha provocado un aumento en las muertes por sobredosis. Desde 2010, las sobredosis de heroína se han más que triplicado, quitándole la vida a más estadounidenses que las armas de fuego. En estados gravemente afectados como New Hampshire, la droga causa la muerte a sus ciudadanos 6 veces más que las armas de fuego. Mientras que algunos estados como Vermont, New Hampshire y Ohio ya han reaccionado con medidas, aprobando leyes que tratan de abordar la creciente crisis de heroína, el gobierno federal ha tardado en reaccionar. En 2016, finalmente, se aprobó una legislación bipartidista, la Ley Integral sobre Adicción y Recuperación (CARA, por sus siglas en inglés), que trata de abordar la adicción a y la demanda de los opiáceos y la heroína. Específicamente, el proyecto de ley promueve buenas prácticas para recetar opiáceos, así como una campaña nacional de educación y subvenciones para hacer frente a las crisis locales de drogas. Además, un importante componente de aplicación de la ley prioriza los programas de tratamiento durante la privación de libertad, así como la formación de la policía sobre cómo usar la naloxona para rescatar a aquéllos que han padecido una sobredosis.